Si queremos estudiar una actividad del progreso humano se hace necesario ubicarla en el momento histórico en el que se ha desarrollado para que así adquiera una lógica y proporcionada dimensión. Por ello parece interesante recrear algunos de los escenarios en los que se ejercía la medicina el año 1958.
Las salas de los grandes hospitales, denominados “de abadía” por la exagerada dimensión de sus estancias, albergaban entre quince y veinte enfermos con un equipo técnico ínfimo, apenas un hervidor para esterilizar continuamente agujas y jeringuillas acompañado de una bombona de oxígeno y un aspirador rodantes. La asistencia de enfermería era prestada por congregaciones religiosas con más voluntad que preparación profesional y las endoscopias bronquiales o digestivas se hacían con un tubo rígido porque el fibroscopio flexible no existía.
El cateterismo cardiaco se hacía en una sala oscura agrupando las cabezas sobre una incómoda pantalla fluoroscópica de escasa resolución, con radiación peligrosamente prolongada, porque tampoco existía el intensificador de imagen.
Los cirujanos ya implantaban prótesis aórticas de Hufnagel utilizando para la perfusión la bomba Sigma motor y para la oxigenación el espectacular saco de burbujas de Rigg Kyvsgaard; su eficacia era comprobada por un neurólogo, presente en el quirófano, que pretendía detectar la hipoxia cortical cerebral con el registro en papel de un electroencefalógrafo. La monitorización no era competencia de los anestesistas porque no había monitores, la actividad cardiaca era vigilada por un cardiólogo que advertía la aparición de arritmias o signos de isquemia con un electrocardiógrafo y un neurólogo con un electroencefalógrafo, ambos de inscripción gráfica.
El control de los enfermos intervenidos no tenía mejores garantías, ya que la unidad de vigilancia que tenía Crafoord en su servicio de cirugía cardiaca del Hospital Karolinska tenía tan solo una cámara de televisión de circuito cerrado.
Mas tarde la industria modificó los sensores que ya utilizaba y se adaptaron los manómetros, oxímetros, termómetros, osciloscopios y modems para ser integrados en sistemas modulares y controlar quirófanos y salas de vigilancia.
En esas circunstancias la implantación de marcapasos fue tarea asumida por los cirujanos cardiacos, ya que el acceso para la implantación de electrodos epicárdicos suponía obligatoriamente una esternotomía o una toracotomía.
El día 27 de Septiembre de 1963 se celebró una interesante sesión conjunta de la American Heart Association y la Academia de Ciencias de Nueva York, moderada por William Glenn, que puede ser considerada como el primer congreso de la estimulación cardiaca. Posteriormente, en 1968, se convocó otra reunión en la misma ciudad y después en 1970 en Mónaco. La calificación de "mundial" no se obtuvo hasta el cuarto congreso de Groningen en 1973.
En la primera convención de las citadas participaron cirujanos y cardiólogos, entre ellos los inspiradores y diseñadores de los primeros dispositivos comercializados hasta entonces: Paul M.Zoll de Harvard ( Electrodyne ), William M.Chardack del Hospital de Veteranos de Buffalo ( Medtronic ), Adrian Kantrowitz del Hospital Maimonides ( General Electric ) y David A.Nathan del Hospital Mount Sinai ( Cordis ).
El panorama cambió cuando Zoll afirmó que la vía más sencilla para llegar al ventrículo derecho era a través de una vena superficial; así los cardiólogos incorporaron esta actividad a su sala de cateterismos y por ello vinieron en llamarse intervencionistas. Había llegado la imparable e irreversible era de la imagen y ya no bastaba el fonendoscopio e importaban menos las curvas de los fononomecanocardiogramas de Fishleder o de los muy complicados y poco útiles vectocardiogramas de Mann y Howard.
De esta forma se abría a la cardiología clínica, y a la industria, un inmenso y atractivo campo para trabajar en equipo y para inventar. Hoy, al ver los resultados, se puede afirmar que su utilidad hace cierta la afirmación: “se hace camino al andar”.
Hospital Clínico San Carlos
Tomás Roldán